El oficio del escribidor



Por : Raúl Miranda Condori
Parte I
Escribir siempre es tan complicado como la vida misma; pero, sin ello, nuestras vidas carecería de sentido y todo sería un viaje sin retorno. Por eso los escritores somos cómplices y amigos de las vidas ajenas y de tocar su corazón, de saber que hemos llorado y a veces reído juntos ¿No crees que es la mejor manera de encontrarnos con el lector y de conmovernos como si fuera su historia de principio a fin? Toda historia, bien contada, tiene esa capacidad de seducción,  de arrancarte cuánta risa e indignación, cuánta alegría y tristeza. Esa  exactitud poderosa.  Ni siquiera el autor podría determinar si su vida está bien novelada o que si al lector le importa cuánto hay biografía personal. Esto implica la creación de una ficción con sus inventivas, con sus fantasmas, con sus anecdotarios itinerantes; escapándose de la realidad y refugiándose en la experiencia vivida. Muchas veces, resulta ser muy imprecisa, delgada y borrosa; por eso, ni el propio escritor sabe con certeza si realmente ha vivido de veras.
Pero, también sospecho, todo ese arranque de la imaginación, con miedos y temores, con mentiras verdaderas, no lo creerán. Muchas veces me lo han dicho: “eso es verdad”, de una manera involuntaria y amable; cuando  se bien que he hurgado de otras vidas, vergonzosamente, como parte de la existencia tan azarosa y divertida sobre los sentimientos encontrados en cada uno de mis personajes. Sin embargo, ese elogio inmerecido, con una sonrisa agradecida, a pesar de mi balbuceo, creo que fue el mejor de los cumplidos, aunque no me lo merezco. Hasta donde he podido escribir -y sigo escribiendo- he vivido en otras vidas prestadas, a veces en mis sueños, en mis fantasías, en mis delirios alocados y, sobre todo, en mi precaria imaginación. Uno nunca sabe en qué parte de la casa, del colegio, de la ciudad, puedan asomarse los demonios, o en las noches por las almas enloquecidas capaces de paralizarte de tu estragada e irresistible imaginación, donde todo vale, en ese ámbito incierto qué es la literatura; desmanes, rebeldías, travesuras y improperios.
En todo caso, como todo aspirante a escritor, uno se desvela incondicionalmente haciendo crónicas impúdicas sobre los sucesos coyunturales y corrigiendo errores de los párrafos, en las noches afiebradas, para hacer las mentiras más verosímiles y más creíbles de todo su pasado. Los buenos escritores las hacen tajantemente verdaderas, como si ellos mismos las hubieran vivido; apareciendo, muchas veces, como protagonista o testigo; por lo tanto, todo lo que ha fabulado resulta tan real que parecería que no podría haber sido inventado o sacado de cuentos de hadas. Cuando lo dudas, se advierten algunas imposturas, se entremezcla el aburrimiento, la desidia, la decepción o la apatía que han sido advertidas fríamente es el lector; entonces, se constituye en el peor  fracaso de un escritor. Esas mentiras increíbles provocan al lector abandonar angustiosamente y quejarse por el tiempo perdido.  Para que no se rompa el embrujo o el hechizo, el escritor debe ser un chupacabra, un vampiro que revitalice la sangre en el lector para que desfallezca en la última página del libro. Ahí nace la verdadera inspiración del lector, cuando, de pronto, los personajes cobran vida propia, tratan de defenderla y por ella libran cualquier apocalipsis originando los héroes y villanos. Esas novelas no se olvidan  ni se borran fácilmente, se meten en tu memoria y en tu corazón; para siempre vivirlas, gozarlas y encariñarse con sus personajes como si todos hubieran vivido de verdad y te resistes a abandonarlas, a pesar de haberlas terminado. Esos recursos, tan ricos y subyugantes que han inventado intensamente, son verdades incuestionables a las que el lector difícilmente puede resistirse, y hacen que termine devorándolas de un tirón, como hipnotizado. Quizás sea la organización narrativa, escenas, tramas, diálogos y puntos de vista lo que remite, sorprendente e inesperadamente, a su mirada atenta, a su astucia, a su habilidad, a su oficio; pero, también, a sus caídas y emboscadas, a sus peores acechanzas, hasta que triunfe, serenamente, su espíritu transgresor, a pesar de los riegos.