Una izquierda sin casa propia

Respaldos. (Arriba) Miembros de Ciudadanos por el Cambio, colectivo de izquierda que apoyó a Humala en la última elección.

La izquierda peruana lleva poco más de tres lustros buscando participación electoral bajo el paraguas de otras alternativas políticas. El autor de este artículo, un joven politólogo egresado de la PUCP  y hasta hace poco militante de un partido de izquierda, explica aquí los límites y anacronismos  de una corriente ideológica que nuevamente ha quedado descolocada, por decir lo menos, en el ajedrez político actual. 

Por Carlos León Moya
Hoy: la izquierda en el Perú es más un sentimiento que una opción política. Como el Deportivo Municipal, tiene hinchas pero carece de equipo y estadio, y vive del recuerdo de sus épocas doradas.
En la práctica es una suma de individuos y pequeñas organizaciones que no llegan a ser partidos.
Tiene cercanía a redes de técnicos y operadores políticos, pero no le pertenecen. No tiene un proyecto conjunto y tampoco un liderazgo atractivo.
[Pasado] La apuesta propia, 1980-1992: alguna vez tentó el gobierno con fuerzas propias. Izquierda Unida es el claro referente de la década de los ochenta. El proyecto más logrado y exitoso hasta la fecha, pero fallido. En enero de 1989 Alfonso Barrantes lideraba los sondeos para las elecciones presidenciales, pero en diciembre de 1990 de la izquierda legal quedaba solo ruinas y cenizas. Varios factores, un solo resultado: el desplome total. Fujimori dio la estocada con un autogolpe que canceló el orden democrático y la Constitución que la izquierda no firmó. La reacción ciudadana varió entre la indiferencia y la aprobación. La izquierda no tenía cómo responder. Había perdido a la gente.
[Presente] Las élites o qué difícil es ser gobierno: Fuerza Social tentó un perfil propio y ganó la Municipalidad de Lima sin esperarlo, casi de casualidad. Tuvo en frente una tarea para la cual no estaban preparados: gobernar. Sin estructura partidaria y compuesto por tecnócratas profesionales con un manejo político amateur, la gestión de FS deja un tortuoso aprendizaje, muchas lecciones y un nuevo slogan: la realidad venció a la esperanza.
En el gobierno central el viejo saurio volvió del retiro, pero mal. Fuera de forma por estar lejos del Estado mucho tiempo, adocenados entre aulas y ONGs, se encontraron con que el monstruo era más difícil de lo que creyeron. Sus reflejos políticos fueron deficientes: no coordinaban entre sí, se torpedeaban, no asumieron de lleno su papel de funcionarios públicos y terminaron siendo más un estorbo que un activo para el Presidente. Ni siquiera pudo lograrse un aprendizaje efectivo. Su tono levantisco al salir del gobierno abonó en la imagen de una izquierda desleal que se sube a proyectos ajenos, del cual se va tirando la puerta cuando no le sirve.
En perspectiva, las élites de izquierda no han logrado de manera satisfactoria ni generar una oferta atractiva ni tener un buen desempeño al interior del gobierno. Sus principales caras son las mismas de Izquierda Unida, solo que sin partidos, sin bases sociales, sin técnicos, sin mujeres, sin millones, sin Cadillac.
[Pasado] Una izquierda sin proyecto, 1992 - 2006: tras el diluvio y el retiro general quedaron algunos núcleos. La dispersión y debilidad trajo como tarea la subsistencia. Los otrora intelectuales orgánicos se habían convertido en simples vegetales: tiempos duros los noventa. Mientras tanto, la variopinta oposición a Fujimori logró unirse, y la izquierda se enfrentó en 1994 a un dilema que la acompañaría casi dos décadas: ser socios menores de alianzas más grandes o tentar un camino propio con una identidad definida. Difuminar las propuestas y dejar el timón a cambio de llegar a la primera fila de la política nacional, o mantener un perfil definido a costa de seguir en la marginalidad.
La primera opción hizo que del realismo se pase a la desidia. Construir una fuerza política no fue la prioridad de muchas figuras públicas que participaron en los gobiernos de Paniagua y Toledo. Su solvencia profesional les bastaba para ser requeridos. En cambio, quienes intentaron generar un perfil propio tuvieron trágico final el 2006. Animados en exceso por el giro a la izquierda de América Latina, se suicidaron por separado dos candidaturas que pretendían mostrarse como “renovadoras” (Partido Socialista y Fuerza Social) y otra que iba en piloto automático al abismo (MNI). El descontento lo capitalizó Humala, mientras la izquierda lo acusaba de “robarle el programa”.
[Presente] Inercia. La izquierda tiene algo de Walt Disney: está congelada en el tiempo. La política ha cambiado, ahora es mediática, muy personalizada y el captar la atención de la gente se vuelve vital. Dice la frase que Lenin hoy no fundaría un partido sino un canal de televisión, pero en la izquierda seguimos como si nada, jugando ajedrez en un tablero de damas chinas, haciendo las cosas para nosotros mismos sin darnos cuenta. Nuestras marchas suelen ser una procesión, nuestros pronunciamientos son un castigo, nuestros locales son una cárcel, nuestras webs son un maltrato. Nos gusta el ornamento teórico cuando a la gente no le interesa: todos quieren ser Sinesio López pero nadie busca ser La Seño María. “Ni calco ni copia” debe ser la frase más calcada y copiada de la década. Tenemos el sentido del humor de un camello y la agilidad de un camote. El aburrimiento parece nuestro dirigente y la imaginación nuestro enemigo, cuando debería ser al revés. La gente busca algo entretenido y la izquierda les mete un ladrillazo. Mariátegui lloraría contra su rincón rojo, solito, triste, sonándose los mocos con Amauta de pura frustración.
[Pasado] Ollanta, el amor y el desengaño, 2006-2011: es un nuevo año, empecemos hablando a calzón quitado. Humala es desconfiado hasta la paranoia y pragmático hasta la deslealtad. Los debates le repelen y prefiere siempre mandar a escuchar. Su cúpula partidaria nunca fue un contrapeso efectivo y ahora en el gobierno poco es lo que ha cambiado.
La mayoría de la izquierda apostó en distintos tiempos por él como alternativa de gobierno. El dilema era el mismo: un proyecto propio o ir tras un caudillo. La diferencia con los casos anteriores es que su programa se ubicaba claramente a la izquierda y tenía arrastre popular. La apuesta tuvo en algunos casos ribetes de enamoramiento. Los argumentos de algunos intelectuales son una muestra. La “férrea voluntad de cambio” de ellos empataba con un proyecto que cumpliría “la agenda de la transición”: romper “la continuidad neoliberal” y “refundar la política a través de una asamblea constituyente”. Si alguien decía que Humala era autoritario, lo mandaban a leer “el programa del 2006”. La insurgencia del pueblo, el poder constituyente, era Humala con pedigree teórico. En tanto, quienes apostaban por un camino propio eran tachados de antiunitarios, de no querer el cambio, de perder de vista el poder. Marco Arana era un pecador, había caído en la tentación, lo llamaban Judas, no entendía que Humala también quería hacerle el pare a Yanacocha. Era un iluso.
Humala ganó, pero con un plan y una estrategia distintos a los de sus aliados menores. Rápidamente los desembarcó, no llegaron ni a la primera canasta navideña. Antes de cambiar el país, Humala cambió de acompañantes. Pero era previsible: tanto los individuos (Ciudadanos por el Cambio) como las alianzas (Partido Socialista y PC) jugaron una apuesta de altísimo riesgo. Montaron un potro salvaje a sabiendas de que este no reconocía jinete. Ahora en el piso, en vez de maldecir al corcel, es más provechoso reflexionar sobre la temeridad asumida.
Mañana. ¿Generación de recambio?: veinte años con la misma estrategia, los mismos resultados y casi los mismos actores. Lo último es por un “hoyo negro”: no hay figuras públicas de izquierda entre 35 y 45 años. Es una generación que se perdió, vio la izquierda derrumbarse con sus esperanzas y dejó la política partidaria por otras opciones. La generación de recambio aún no existe, ¿estará en formación? Queda ver si cumplirá un nuevo rol o perderá otra oportunidad.
Quizá estamos ante el fin de una etapa: la de una izquierda sin casa propia. Para ello habría que crear esa oferta política ausente, aunque puede optarse también por seguir arrancando migajas al caudillo. Lo primero implica mirar a largo plazo y persistir, en vez de desechar la estrategia al primer fracaso como ya ha sucedido tantas veces. A fin de cuentas, un ganador es un perdedor que no se rindió.